“Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres, nos salvó” (Tito 3, 4).
El amor de Dios para con los hombres se manifestó en su aparición entre nosotros en su encarnación. Así nos salvó y dio una vida nueva, una vida divina, y una manera radicalmente nueva de vivir, rescatándonos de nuestro modo anterior y egoísta de vivir, en que vivíamos en ruido y conversaciones inútiles, buscando nuestro propio placer corporal.Ahora nos ha dado un camino radicalmente nuevo de vivir en él, en silencio profundo, pacífico, e ininterrumpido, bañados de luz, en ayuno continuo, comiendo sólo la comida más sencilla y austera —sólo una vez al día— sin carne, sin adornos y sin condimentos, excepto la sal; sin fritura, y sin delicadezas hechas de harina blanca o azúcar, y en cantidad moderada, pasando nuestro tiempo reflejando sobre las Escrituras y los escritos de los santos que vivían así, sólo para Dios, crucificando su carne. Así vivían los monjes estrictos en los tiempos de más fervor.
Esta es una vida de oración y ayuno, separada del mundo, gastada en trabajo silencioso, pacífico, callado, y recogido, ofreciéndonos continuamente a Dios en amor. Esta es la vida eremítica —ligera en el Señor—. Este es el llamado eremítico a vivir en el desierto, sólo para Dios, en silencio y soledad, bañados de luz y de paz celestial.Esta es la vida nueva de moderación y silencio profundo que Cristo nos ha dado en su encarnación, una vida sobria, justa, y piadosa en este siglo, que está perdido en hedonismo, ruido, y conversaciones inútiles. Es una vida que él nos dio al derramar su Espíritu sobre nosotros.
Regocijaos, pues, en el Señor, porque el Señor ha venido. “¡Que la tierra reciba su rey! ¡Que cada corazón le prepare un lugar! Que el cielo y la tierra canten juntos”. Él trae la alegría verdadera al mundo. “¡Regocíjese, oh mundo!, porque el Señor ha venido. Que reciba la tierra su rey”, como cantamos en el nacimiento del Salvador. Seamos hombres nuevos, silenciosos, llenos de luz, mortificados, hallando nuestro gozo sólo en Dios, viviendo sólo para él, siempre, no importa si hay oscuridad o luz, crucificando las pasiones al vivir ascéticamente, regocijándonos en el Señor siempre, porque Señor está cerca. Así es la vida de los que están llamados al desierto, para servir sólo a Dios, sólo a un Señor (Mt 6, 24), en la soledad y en el silencio.Vivid en el gozo del desierto, lejos del mundo y de sus placeres. Vivid una vida de oración y ayuno continuo. Buscad vuestra paz allí. El gozo más grande se halla en el desierto, en un silencio profundo e ininterrumpido. Trabajad en silencio, en el pleno desierto, y allí hallaréis a Dios.El vivir en el desierto nos hace anhelar el regreso de Jesucristo, porque él es nuestro único gozo, y porque vivimos sólo para él, crucificando nuestra carne a todo lo demás.
Este mundo terminará con grandes signos y prodigios. Todos su gozos falsos, engañosos, y vacíos terminarán cuando este mundo termina. Entonces veremos a Cristo, viniendo en gloria en las nubes del cielo para cumplir todos nuestros deseos y traernos su paz celestial. Vivamos, pues, en espíritu en este día ahora. Que este día informe, guíe, e inspire todas nuestras acciones, toda nuestra manera de vivir. Vivamos, pues, en el encanto de los últimos tiempos. No caigamos fuera de este encanto al hablar inútilmente. Vivamos, pues, en el encanto del silencio del Señor, en ayuno continuo, ofreciéndonos en amor únicamente al Señor. Esta es la vida eremítica.
Steven Scherrer