Un Padre de la Iglesia hizo esta asombrosa afirmación: “El hombre es un animal llamado a transformarse en Dios”. El hombre ha sido creado a imagen de Dios, está llamado a una semejanza que es una participación real en la vida divina. El hombre no es verdaderamente hombre sino en Dios. El hombre no es realmente hombre sino cuando está deificado.
La exigencia de unirse a la Fuente de la Vida constituye su mismo ser. En la fe, él toma conciencia libremente de su origen y de su fin, y la gracia es esa “Luz de la vida” como decía san Juan, donde la libertad del hombre encuentra finalmente su contenido.
Un filósofo religioso contemporáneo ha comentado: “La idea de Dios no es antropomórfica, el hombre no crea a Dios según su imagen, no lo inventa; la idea del hombre es teomórfica, Dios lo ha creado a su imagen. Todo viene de Dios. La experiencia de Dios viene también de Dios porque Dios es más íntimo al hombre de lo que el hombre lo es a sí mismo”.
La “divino humanidad” se abre al corazón de la historia por la encarnación del Verbo. La “divino-humanidad” está, de alguna manera, pre determinada desde el origen ya que, según el apóstol, “el misterio escondido antes de todos los siglos” no es otro que el de Cristo.
Y Máximo el Confesor comentaba así este texto: “eso es el gran misterio escondido, eso es el bienaventurado fin por el cual todas las cosas se mantienen unidas (…). Ya que antes de los siglos ha sido proyectada la unión de lo limitado con lo sin límite, de la medida con lo sin medida, de la creatura con el Creador”.
En la Iglesia, en la profundidad siempre santa e incandescente de la Iglesia, en la Iglesia como Cuerpo sacramental del Resucitado, el Espíritu “dador de vida abre a cada uno el camino de su deificación.
A los Padres les gustaba decir: “Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera llegar a ser Dios”. Y uno de ellos, san Atanasio de Alejandría, precisaba: “Dios se hizo portador de la carne para que el hombre pudiera llegar a ser portador del Espíritu”.
Nicolás Berdiaeff, ese gran contemplativo del rostro humano como una ventana sobre el infinito decía: “El secreto supremo de la humanidad es el nacimiento de Dios en el hombre y el secreto supremo de la divinidad es el nacimiento del hombre en Dios. En Cristo, Dios se hace rostro, y el hombre, a su vez, descubre su propio rostro”.
Esta vocación del hombre, esta vocación que podríamos llamar deiforme, se inscribe inseparablemente en el carácter irreductible de su persona y en el dinamismo de su ser, de su verdadera naturaleza.
La persona designa en el hombre la imagen de la eternidad, imagen que se inscribe en lo terrestre y le da rostro y palabra, pero que no puede ser objeto de conocimiento y de posesión, que escapa a las reducciones racionalistas.
Quizás podríamos conocer científicamente todo lo relativo al hombre, salvo que es una persona incomparable, excepto que él es lo que el apóstol llama “el hombre escondido del corazón”, “el abismo del corazón” del cual hablan los salmos, “el espejo del corazón” donde se refleja el Dios escondido.
Y la naturaleza verdadera, que la persona es trágicamente libre de expresar o de reprimir, la naturaleza verdadera del hombre, es un dinamismo de celebración, un dinamismo de participación, una transparencia a la luz divina que la funde y la imanta.
“La imagen es la verdadera naturaleza humana” decía un Padre de la Iglesia, y Nicolás Cabasilas, aquel místico –simple laico– de fines de la Edad Media, subrayaba que el corazón del hombre, es decir, el centro de integración de todo su ser en su existencia personal, el corazón del hombre, ha sido creado “corno una pantalla suficientemente vasta como para contener al mismo Dios”.
Es en esta perspectiva que Dostoievsky en “Los Poseídos” pudo insinuar una especie, no de argumento, sino, digamos, de demostración de la existencia de Dios. El corazón –hace decir a un anciano, casi desesperado y curado de pronto de la desesperación por el encuentro del Evangelio–, ama tan naturalmente como brilla la luz, No puede hacer otra cosa. Por esto, añade, “Dios es evidente porque es la única realidad a la que podemos amar eternamente”.
Por su naturaleza profunda el hombre es ese ser de deseo de quien habla el Apocalipsis. Recordad el final de ese libro, que cierra la Biblia con esta apertura, con este llamado: “El que tenga sed, que se acerque, y el que quiera, reciba gratuitamente agua de vida”.
Cuando el hombre quiere derivar este impulso hacia sí mismo, individual o colectivo, hacia la creatura en su autonomía, suscita, como dicen los ascetas, “las pasiones”, es decir, según la Biblia, “los ídolos”; vierte la necesidad de absoluto de su naturaleza en objetos limitados. Y esta necesidad insaciable, y por lo tanto fatalmente decepcionada, no tardará en destruirlos.
De este modo el hombre puede dar a la nada una existencia paradójica y la red de los ídolos, de las magias, de las pasiones, deviene lo que en el Nuevo Testamento se llama no “el” mundo creado por Dios sino “ese” mundo que vela a Dios, que vela la creación de Dios, que sepulta el universo en la opacidad y en la muerte…
Olivier Clément