Existe una soledad malsana y estéril. La soledad del solterón egoísta que no quiere comprometerse con nadie por temor a perder una libertad malentendida, pero que en el fondo es miedo precisamente a ser libre. También es mala la soledad de quien se siente abandonado e incapaz de suscitar admiración y cariño, o por que nunca lo recibió o por complejo de inferioridad. En esa soledad nadie puede desarrollar la esencia de su ser que requiere la relación de amor con otro ser para lograr la alegría de vivir.Pero existe también una soledad luminosa que nos permite reconocernos a nosotros mismos y reconocer las personas, de modo que podamos vincularnos con ellas al nivel adecuado. Esa soledad puede ser, a veces, dolorosa. Con frecuencia, las distancias nos hacen tomar conciencia de la verdadera compañía. Solo quien ha sentido su alma asoleada por la presencia amorosa de una esposa o de un amigo, lo echa de menos cuando ya no está y aprende que las personas son únicas e irrepetibles. De ahí también, ese sentimiento desgarrador de pérdida irreparable que experimenta ante su muerte, que hace de su alma una "tierra de sombras". Nunca más en esta vida lo volverá a encontrar; nadie podrá ya hacer resonar es su alma la alegría que experimentaba con el ruido de sus pasos o la cascada de su risa; ningún otro rostro encenderá su corazón como lo hacía ella con la claridad de su mirada.La capacidad de cierta soledad, nos da claridad y libertad para establecer relaciones profundas y definitivas. Los verdaderos vínculos no se pueden establecer en la ansiedad de encontrar compañía a toda costa con cualquiera que se cruce en el camino, o por medio a quedarse solo. La tarea frente a la soledad no consiste en quedarse fondeado en ella, ni de salir de ella en una evasión compulsiva, sino en asumirla como una instancia privilegiada de reconocimiento personal, para superarla en libertad a través de vínculos de amistad y de amor verdaderos con las personas que responden a lo que somos.Para descubrir la belleza de la naturaleza y crear las verdaderas amistades y las relaciones del corazón, cada uno ha de estar dispuesto a pasar por el silencio, avanzar en el aislamiento del desierto, penetrar en la oscuridad de la noche. Solo allí le hablarán las cosas, se le encenderán las estrellas y escuchará esa voz única que le habla al corazón. En esa soledad sana y fecunda el hombre se libera de las urgencias que lo enredan, de tantas voces que lo confunden y se dispone a descubrir lo esencial, porque allí,
"Converso con el hombre que siempre va conmigo-quien habla solo, espera hablar con Dios un día-mi soliloquio es plática con este buen amigo que me enseño el secreto de la filantropía"(A. Machado).
Toda persona necesita de esos espacios de soledad en los que puede escuchar sus deseos profundos, lo que quiere hacer de su vida, la voz de Dios que habla en el desierto a través de la propia conciencia. Es en el silencio donde toma las decisiones más profundas y definitivas, entre las que se destaca la elección de la persona que lo acompañará para siempre como cónyuge. Sin ese ejercicio de auto-presencia en soledad, el tiempo y la rutina deterioran la comunicación con las personas que más queremos, las líneas de llamadas se bloquean y no logran transmitir los sentimientos más nobles del corazón. Las relaciones se interrumpen o se convierten en lazos que atan en dependencias de ansiedad, celos o culpabilísmos neuróticos. Por esto, es muy sano acudir al desierto de un retiro espiritual, tomar distancias de esas mismas personas que queremos, no para cortar compromisos, sino para adquirir capacidad de presencia y aprender a vincularnos con ellas de un modo más libre y personal. No se trata de huir del mundo ni maldecirlo, sino de tomar distancia de él para contemplarlo y conocerlo mejor, para así amarlo y transformarlo.
(Del Libro “No es bueno que el hombre esté solo” de Alfonso Vergara Tagle SJ, 1995)
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